Prólogo



Me encuentro en un pasadizo largo y de paredes blancas. Mis pies caminan de forma robotizada, guiándome hacia un rumbo que no conozco. 
O, tal vez, sí lo hago.
Observo hacia arriba y veo las luces titilando con dificultad hasta que por poco tropiezo con una puerta abierta que se encontraba a la izquierda, la cual no había percibido en un principio. Sin pensarlo, ingreso a la habitación y noto de inmediato que el ambiente es dudosamente familiar.
Un armario de madera repleto de libros gordos, junto a un cesto de basura, me da la bienvenida desde mi izquierda. Avanzo y me percato de que hay una ventana abierta a la izquierda del armario y, que de ella, el sol irradia luces azules que atraviesan las cortinas, iluminando la habitación. 
Sé que es ilógico que el sol destelle luces de ese color, pero mi lógica está controlada, sin protestar, al menos, por el momento. Tampoco tengo intenciones de encenderla. 
El color azul se siente especial a mi vista.

Me trae recuerdos. 

Giro sobre mis pies y me concentro en el resto de objetos que se hallan en la habitación: un largo escritorio con cajones a un costado, con una lámpara de luz muy brillante cuya extremidad sale de un lado del mueble; una cama de mediano tamaño que posee cierta elevación en la parte de la cabecera; otro armario, más delgado que el anterior pero con libros menos gruesos y con portadas de colores llamativos. 

Eso último lo sé porque acabo de darme cuenta por qué reconozco la habitación.

Es mi dormitorio en Erudición. Mi facción de origen. 

Intento sonreír pero mi sonrisa se siente torcida. Respiro de manera profunda y cuando mis ojos miran hacia abajo, me percato de que algo no cuadra en esta escena. Hace unos segundos, podría serme inusual notar que el aire acondicionado esté apagado —y me arriesgo a decir que está apagado porque la palabra malogrado está descartada del vocablo erudito —, pero lo que observan mis ojos es mucho más extraño que cualquier otra cosa.

No visto un traje de falda y blusa ni un vestido; no estoy vestida de azul. Mis ropas son negras y toscas: unos pantalones ajustados, unas botas con muchos cordones, una camiseta de borde alto y una casaca de múltiples cierres. 

No estoy sorprendida por ello. 

Cuando alzo la vista, me doy cuenta que la luz de sol se ha ido. Ahora, está reinando una oscuridad que no es total, porque aún puedo ver los bordes de los muebles como si estos fueran dibujos de tiza blanca hechos sobre una pizarra negra. 

Me siento en el suelo con las piernas cruzadas y sonrío, con mucha naturalidad esta vez. El color negro me llama, se siente cómodo y, sobre todo, es parte de mí. 

Es el color de Osadía. Mi nueva facción.

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Capítulo 10

Nota de la autora