Capítulo 21
Recuerdo el día de
la Prueba de Aptitud.
La abnegada mujer que fue
asignada para mi evaluación me recibió con un gesto educado cuando ingresé al
cuarto. Su cabello rubio y sus pequeñas facciones me recordaban a una muñeca de
juguete.
Se supone que los eruditos ya estábamos siendo llenados de repulsión
ante los abnegados, pero yo no sentía desdén ante Lara —así me dijo que se
llamaba —y ella, al parecer, no sentía ese sentimiento negativo hacía mí.
Cuando le preguntaba por los cables y por la máquina simuladora, ella respondía
con educación.
Cuando me dio el líquido para beber, me rehusé a tomarlo sin saber que
habría después. Me dijo que no podría decirme nada. La confianza que desarrollé
ante esa mujer fue el incentivo que permitió que yo bebiera, porque sabía que
no me haría de beber si realmente
hacerlo me hiciese daño. Ella era abnegada, y yo confiaba en su crianza.
También me acuerdo de los canastos, y por supuesto, del perro.
No podía estar consciente en la simulación y tuve que analizar en tres
segundos lo que escogería: el cuchillo o el queso. No tenía hambre, pero tal vez podría tenerla
después. El cuchillo, mientras tanto, no era un objeto que llevaría por todos
lados, a menos que pretendiese cocinar.
Elegí el queso.
Cuando vi al perro acercarse hacia mí de forma agresiva, escondí el
queso en la parte superior de mi falda y
lo tapé con la base de mi suéter celeste. No quería arriesgarme a entregarle el
queso ahora; si este perro poseía rabia, el queso solo lo detendría unos
segundos, pero luego estaría buscando más comida y lo encontraría en mi carne,
por supuesto.
Lo que hice después fue instintivo: coleccioné en mi mente todo lo que
sabía acerca de los perros y busqué aquella acción que haría que el perro no me
atacase. No lo miré a los ojos, y me dediqué a ponerme de rodillas y de agachar
la cabeza. El can se me acercó con sus gruñidos pero comenzó a olisqueaba
incesantemente. Al final, se convenció de que yo no era una amenaza y me lamió
la mejilla.
Súbitamente, apareció esa niña y llamó al perro, sin saber la gravedad
de sus acciones. Él perro perdió su interés en mí y trató abalanzarse
sobre ella.
Lo que hice fue de forma mecánica: saqué el queso de mi falda... y
silbé.
El perro se dio la vuelta y me miró de nuevo, extrañado. Con rapidez,
me di la vuelta y lancé el queso lo más lejos posible. “¡Ve por él!” le grité.
El perro, sacudiendo su cola, fue tras la comida e ignoró a la niña.
Puedo recordar cada palabra, cada expresión de Lara al darme mi resultado.
—Felicitaciones—me dijo—. Haz obtenido un resultado de erudito
perfecto.
Se me desencajó la mandíbula de mi rostro.
— ¿Qué?—agudicé la voz —No...
Me había ilusionado tanto con Osadía que escuchar aquello fue una
decepción. Creí que yo podía hacer más que estar sentada en una mesa, siguiendo
los preceptos de una lideresa que yo no confiaba.
— ¿No podemos repetir la simulación?—pregunté.
Sus labios hicieron una mueca triste.
—Me temo que eso no será posible.
Creo que escuchar esa negativa me hirvió la sangre. Pero también
humedeció mis ojos.
Qué triste debe ser para un ser humano
enterarse de que solo sirve para una sola cosa en la vida.
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