Capítulo 4
—¡NO ME MATES!
Mmm… ¿qué?
Es como si mi cerebro estuviera rodeado por
una soga, ésta tirando hacia atrás.
Arg. Mi cabeza…
—¡NO!
Bajo la mirada, en dirección al grito.
Un arma tan larga como mi antebrazo se
interpone entre la dueña del grito y yo. Mis dedos están soldados al gatillo.
¿¡Qué estoy haciendo!?
—¡No me mates! —sigue gritando.
En realidad, escucho muchos gritos. Sin
embargo, este grito tiene un timbre de voz que reconozco, que he escuchado
antes.
Dejo caer el arma en un dramático movimiento.
Ignoro por completo por qué esta
abnegada, rogaría por su vida, porque
esta chica no es cualquier abnegada.
—¡Eve! —grito, conmocionada. ¿Qué estaba a punto de hacer?— ¿Qué...?
Intento acercarme, pero ella se pone de pie en
un salto y me aleja con un empujón. Su delgado cuerpo le ayuda a ser muy rápida.
—¡Aléjate de mí! —me mira con rabia— ¡Asesina!
¿Qué ha dicho?
—Eve, ¿no me reconoces? Soy Mar… —me trabo en
la mitad de mi pedido e intento corregirlo lo más pronto posible—. Soy Celeste.
¿No te acuerdas de m…?
—¡Eres una asesina! —Por poco, me escupe.
—¡No! —reclamo— ¡No lo soy!
¡Maldito dolor de cabeza!
—¡Los mataste! —me acusa— ¡Los mataste a
todos!
No sé quiénes son sus “todos” hasta que los veo.
Varios cuerpos de gente vestida de gris están
regados por los suelos.
Todos, todos, todos tienen una bala en la cabeza.
—Yo no pude haber hecho esto —digo, más para
mí que para ella.
Eve llora con desconsuelo.
—¡Lo hiciste!
—¡Jamás lo
haría!
Jamás podría haber hecho esta masacre. No podría...
No estoy sola. Los osados que me acompañan
comparten la misma mirada que yo.
Perplejidad.
Pena.
Horror.
De los que están cerca, solo reconozco al
chico rubio que está a un metro de nosotras, buscándole pulso a una niña
abnegada que está en el suelo.
Es Killer. Y, por supuesto, no encuentra lo
que está buscando.
Él se da cuenta de que lo estoy mirando y
ladea la cabeza hacia mí. No hay palabras para describir la expresión de su
rostro.
—¿Qué hemos hecho? —dice, y ,por primera vez
en tanto tiempo, escucho gárgaras en su voz— ¿Qué hemos hecho?
Entonces, las palabras se proyectan en mi
cerebro.
Inyección.
Obsequio de Erudición.
Simulación.
Ahora, lo entiendo.
Eve sale corriendo despavorida y yo no la
detengo.
No puedo moverme.
Veo mi arma.
Observo a mis compañeros osados, tocándose la
cabeza con las manos, desesperados. Miro a los abnegados muertos y a los sobrevivientes,
llorando sin consuelo.
Vislumbro la masacre que Erudición nos ordenó hacer.
Me pongo de rodillas a la misma velocidad que
mis lágrimas comienzan a caer.
Grito con todas mis fuerzas.
Corro.
Trato de ignorar los cadáveres regados por los
suelos. Intento darles la espalda a los rostros pasmados de mis compañeros.
Trato de hacer de lado la matanza que hemos llevado a cabo.
No se puede. Simplemente, no se
puede.
Pero sigo corriendo.
Killer sigue la velocidad de mi corrida. Hacía
un rato, mi amigo intentó calmarme, diciéndome que debíamos buscar al resto de
nosotros antes de decidir nuestro siguiente paso.
Tiene razón. Tenemos que encontrar a los demás. Tenemos que encontrarlos, así
nos cueste luchar contra un ejército o escalar el edificio Hancock.
A mí no me importaría morir. Vivir y morir no
tiene mucha diferencia en este momento.
La veo. Veo el
inconfundible cabello de Becca a la distancia, flameando como las llamas.
No siento los pies en el suelo mientras le doy
el alcance. A medida que me acerco, me percato que ella no se encuentra sola: reconozco
los rizos de Blas, quien está con una espalda encorvada, temblando de forma
terrible.
Ninguno es capaz de consolar al otro.
No controlo mi velocidad y choco con sus
espaldas.
Ellos no dicen nada al principio. Solo nos dedican una
mirada de alivio.
Becca acaricia
mi mejilla derecha y la mejilla izquierda de Killer al mismo tiempo.
—Están vivos —dice, por fin.
—Por desgracia —murmura Killer.
Veo por el reojo la cara de Blas y no lo
reconozco.
No hay risa, no hay energía, no hay brillo en
sus ojos.
—Hay que buscar a Toris —les digo a todos.
Eso parece levantar el ánimo a nuestro
incompleto grupo.
No perdemos el tiempo, y pegamos a la carrera.
Media hora después, aún no encontramos a
nuestro amigo.
No estamos dispuestos a separarnos porque
ninguno está emocionalmente estable como para andar por su cuenta. Llamamos a
Toris por su nombre y no dejamos de hacerlo a medida que pasamos por todas las
callejuelas.
Soy la primera en pasar por una calle y darme
cuenta de que hay algo al final de ella que me llama la atención. Corro y mis
amigos me siguen los talones.
A mitad de camino, ellos se detienen.
Yo, en cambio,
sigo corriendo.
—¡Toris! —grito.
Cuando llego al final de la calle, sé por qué
soy la única que sigue corriendo y por qué aún sigo llamándole por su nombre.
Lo primero que encuentro en mi camino es el
cuerpo de un osado de cabellos rubios a
quien reconozco como un iniciado. Tiene una bala en su cabeza.
Su juventud no merecía eso.
Avanzo y el cuerpo de otro osado me recibe. Es
mucho mayor que el otro, pero no por ello su muerte es menos dolorosa.
Y, al final, allí está él.
—Toris... —la emoción de mi voz se apaga
en un degradé de sonidos.
Allí está él, tirado en el suelo.
Me arrodillo. Veo su tatuaje de serpiente, tan
inmóvil como él. Observo sus piercing brillando
ante la luz de la mañana.
Pero sus ojos verdes no captan ese brillo.
Están abiertos, duros como el mármol.
Poso mi mano sobre su pecho, frío como el
hielo.
—Toris... —digo, esta vez, como una súplica.
Pero no puede escucharme.
Está muerto.
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